La revolución de los idiotas
Por Guillermo Del Valle Alcalá
Una foto inmortaliza el instante: un rider de Uber Eats trata de pasar entre las barricadas de la identidad. Está ocurriendo. Barcelona, España. El capitalismo más salvaje campa a sus anchas, imperceptible para los devotos de la frontera.
Porque de eso va, una vez más, este asunto. De fronteras imaginarias, no aquellas otras que, mal que bien, aceptaron las revoluciones democráticas como decantaciones históricas – arbitrarias, potencialmente superables en un mañana más justo, sí – cuya funcionalidad imperativa tenía validez, pues era la de garantizar dentro de las mismas unidades de justicia y distribución donde se ejercieran derechos y no se reverenciaran mitologías. Las otras fronteras, las étnicas, las de la pureza de sangre, las que asolaron a sangre y fuego medio mundo, para cualquier ser humano limpio de mente son el último eslabón de la indignidad. Por eso sueña con ellas una ideología tan obscena y nauseabunda como el nacionalismo.
El fuego y las barricadas, dicen algunos despistados, son los símbolos de otra Semana Trágica. Pero como dijo Marx, la segunda vez la Historia siempre se repite como farsa. No hay obrerismo aquí, sólo nacionalismo. Y es que las barricadas de la identidad son tan ajenas a cualquier reivindicación social que, ante los ojos de sus fieles, los derechos del explotado rider que trataba de abrirse paso entre las mismas para ganarse una ínfima retribución no son ya secundarios, sino directamente inexistentes.
La prioridad de los manifestantes, espoleados por un gobierno derechista y neoliberal que con una mano les pide que aprieten y con otra les reprime, es hacer sonar bien fuerte la voz del supremacismo tribal: nosotros frente a los otros. No porque seamos de una clase social oprimida o subalterna y luchemos por unos derechos, sino porque nacimos aquí o allá y eso nos hace diferentes, mejores, hasta tal punto de creernos ungidos de la escalofriante potestad de privar a millones de personas de sus derechos, de la condición de posibilidad para ampliar esos derechos. Ya saben: la indignidad de tener el alma controlada por la geografía, como dijo Santayana. Como participamos de una especial identidad, podemos romper el Estado, privatizando lo que es de todos, el territorio político. El privilegio frente a la igualdad. La reacción en marcha.
No hay nacionalismo de izquierdas, aunque en el erial de la falsa izquierda española se siga buscando, como aguja en un pajar, semejante imposible. Porque el nacionalismo es ontológicamente reaccionario. Una ideología enemiga del concepto de clase social, de cualquier reclamación de índole social, de cualquier noción redistributiva. Una ideología que sueña con ciudadanos convertidos en extranjeros, que entiende que un andaluz o un extremo no se merecen la solidaridad y la redistribución de un catalán o un vasco. Algo tan aberrante solo puede estar a la altura moral de la Liga Norte. A la altura del subsuelo, donde la degradación ética todo lo invade. De una liga norte en sentido amplio, la liga norte de allí – hoy Lega, la de Salvini, ya saben, el socio de Vox que apoya a nuestros racistas locales – y la de aquí. Porque en eso, en la querencia reaccionaria, no hay fronteras que valgan.
El supremacismo y el racismo étnico no pueden admitir condenas asimétricas, un no a Salvini pero un sí a Torra. Al menos si nos tomamos mínimamente en serio la hermosa proclama de la Internacional, esa que algunos amnésicos, autodenominados de izquierdas, desprecian cada día: el género humano es la Internacional. La Internacional nacionalista solo cabe en la cabeza de un psicópata, o en la de un impostor. Pueden elegir.
La superstición a la que se apela resulta ya totalmente inútil: seduzcámoslos, nos dicen. Seducir a los que anhelan un apartheid contemporáneo es una idea aberrante. Porque a quien desprecia los más desfavorecidos, al que practica un infame supremacismo para con sus iguales, a quien no quiere redistribuir con los demás españoles esgrimiendo un discurso de pureza étnica, al reaccionario en definitiva, no se le puede rendir pleitesía. Hay que combatirle política e ideológicamente, sin titubeos.
Mientras ignoran la precariedad a la que contribuyen sus políticas neoliberales, mientras implementan recortes sociales brutales y privatizaciones por doquier, mientras saquean las arcas públicas para construir su alambrada étnica, trabajan contumazmente contra cualquier noción de internacionalismo y solidaridad. Exigiendo, en el culmen de la hipocresía, impunidad. Como los peores potentados de la Historia, el estatus de intocables. Así son los devotos de la identidad. Lo peor de la peor derecha. Pero lo peor no es esa derecha nacionalista y racista que ha tomado las calles. Lo peor, lo más triste, es que unos descerebrados usurparon la izquierda para justificar sus desmanes, y hoy todos sufrimos las consecuencias del despropósito.
¿Revolución? Será la revolución de los idiotas. No olvidemos la magistral canción de Georges Brassens: todos los idiotas han nacido en alguna parte.
Fuente:(https://diario16.com/la-revolucion-de-los-idiotas/)
No hay comentarios:
Publicar un comentario